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Testo a fronte: Hernán Ronsino

Prosegue la nostra rubrica Testo a fronte, interamente dedicata ai testi e al procedimento di traduzione. Questa settimana pubblichiamo un estratto di Biografia di un albero [1] dell’autore argentino Hernán Ronsino, di recente pubblicato da gran vía edizioni. La traduzione è di Stefania Marinoni, che ringraziamo. 

Lumbre
di Hernán RonsinoMe entero por el Viejo. Llama temprano a Buenos Aires y me dice, con una voz cansada, que se murió Pajarito Lernú. Dice que fue ayer a la noche. Encontraron el cuerpo hundido en un zanjón, en el camino de tierra que lleva al cementerio. A la madrugada dos policías aparecieron en su casa para darle la noticia y pedirle que fuera a reconocer el cuerpo –uno de los canas era el muchacho de Cejas y, parece, estaba borracho–. Dos locos, dice el Viejo, a esa hora, los eché. Pero cuando volvió a la pieza, una angustia insoportable se le clavó en el pecho. Y así quedó, esperando que la claridad entrara por la ventana para llamarme. Ahora dice que me necesita. Y después cuenta, por fin, que, unas horas antes de morir, Pajarito Lernú me regaló una vaca. Es un animal lastimado, dice. Se lo robó al Negro Soto.

Antes, acá, terminaban los trenes. Después de doce años, cuando el sol se acuesta atrás del edificio del Munich, regreso en micro a la estación Norte. Primero se ve una luz y una forma que se imponen en el aire como una orden. Después, en esa luz, camino rápido las dos cuadras  hasta la casa del Viejo. La luz bordea los edificios amputados. Y la forma espacial esconde una fuerza que arrasa. Ejerce sobre el cuerpo una presión semejante a la que padecen, por ejemplo, los satélites. Esa fuerza absorbente de los planetas. Esto es así: la captura del paisaje. Entonces toco timbre y espero. Se oye ladrar un perro. Y enseguida una voz que calma al perro y le pide se vaya al patio; al patio, le dice. La voz del Viejo se escucha sin la amplificación del teléfono. Es una voz suave y agradable. La última vez que lo vi fue hace dos meses cuando viajó a Buenos Aires. Ahora tarda en abrir el portón de madera porque le cuesta un poco destrabar la puerta del marco; dice que se hincha. Cuando me abraza, haciéndome doler los huesos, me habla despacio al oído: Hijo querido, dice.

Nos sentamos en el patio, bajo la sombra del nogal. El Viejo ceba los mates. Y ese perro, Rainer, inquieto, no deja de mirarme. Hablamos de Hélène Bergson; de la muestra que está por inaugurar. Y digo que la cosa con los guiones anda difícil. Ahora no importan las tramas, los climas, más bien se fabrican mitologías personales, golpes de efecto, digo. Entonces, después de un silencio, pregunto: Qué se sabe. El Viejo, serio, apunta la pava en el mate. Y, cuando me lo estira, dice apretando los labios: Nada. A partir de ahí, como si nos pusiéramos de acuerdo, ninguno saca, abiertamente, el tema de Pajarito Lernú. Más bien, damos vueltas alrededor y así nos vamos midiendo. El Viejo me enseñó a no ser explícito. Es necesario construir los silencios. Esa es una buena forma de decir, dijo alguna vez. Por eso después le pregunto por Josefina Argüello y el dolor en la espalda que lo maltrata por las noches. Bien, dice. Y despacha con esa palabra los dos temas. ¿Vos?, cuándo te vas, me pregunta torciendo la charla. Recién llego, digo sorprendido. Ya sé, dice, sabés que me gusta que estés acá. Ahora se toma dos mates mirando la pared blanca que da al Museo Histórico y cuando la bombilla rezonga dice algo de unos libros que Córdoba tiene para mí. Entonces ordena que ya es tiempo, que tenemos que salir. Levanta la pava y el mate. El perro se inquieta estirando la cadena hasta el límite. El Viejo cierra la puerta del patio, apaga las luces y salimos por el portón de madera. El perro ladra. Ya está oscureciendo y empezamos a caminar para la zona de la Glaxo. Adónde vamos, pregunto. A ver ese animal, dice.

Hace tiempo, en el cable, vi fragmentos de un documental. Y lo que vi me desenterró –como un hueso incrustado en la tierra– una percepción, latente, amasada por los años pero nunca dicha hasta ese momento. Durante los días siguientes esperé descubrir la repetición de las imágenes. Quería ver la totalidad del relato. Había algo, ahí, en el tono y el paisaje, que me interpelaba. Pero no tuve suerte. Desde entonces cada vez que miro televisión espero encontrarme, otra vez, con esa historia. Nunca pude saber el nombre del documental. Se supone que era de finales de la década del noventa. Porque se hablaba de una guerra civil, Croacia por ejemplo. Por lo tanto, estaba frente a un puñado de imágenes que mostraban a un hombre, el entrevistado, y una cámara que lo seguía en una recorrida en auto por su ciudad natal. El hombre viajaba en el asiento trasero, junto a la ventanilla. La noche profundizaba la deformación del paisaje: brotaban edificios en ruinas, tal vez por esa guerra de la que hablaban. También podía ser Rusia, alguna parte desmembrada de la vieja Unión Soviética. De a ratos trataba de adivinar el nombre y la actividad del tipo (¿un sobreviviente?). Y el lugar. Por momentos pensaba en alguna ciudad de Rusia. Entonces el auto se detuvo en una esquina. La cámara mostraba al hombre intentando encender un cigarrillo. Trató dos veces. Ahuecaba la mano para impedir que el viento le apagara el fuego. Pero no podía. Recién en el tercer intento lo logró. Y antes de que el auto arrancara de nuevo, apenas, de fondo, apareció la silueta de una vaca, pastando, entre las ruinas de un edificio. Entonces el hombre, en movimiento, con el recuerdo de esa vaca en los ojos, largando una bocanada de humo, dijo algo que yo leí en letras blancas y a la velocidad que pasan los subtítulos; y que, a pesar de la fugacidad, se me grabó con la contundencia del fuego: Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia.

Biografia di un albero
traduzione di Stefania MarinoniLo vengo a sapere dal Vecchio. Chiama di mattina presto a Buenos Aires e mi dice, con voce stanca, che è morto Pajarito Lernú. Dice che è successo ieri notte. Hanno trovato il corpo in un fossato, sulla strada sterrata che porta al cimitero. A notte fonda, due poliziotti si sono presentati a casa per dargli la notizia e chiedergli di andare a riconoscere il corpo, uno degli sbirri era il figlio di Cejas e, a quanto pare, era ubriaco. Due matti, dice il Vecchio, a quell’ora, li ho cacciati via. Quando è tornato a letto, però, ha sentito un’angoscia insopportabile opprimergli il petto. Ed è rimasto lì, ad aspettare che la luce entrasse dalla finestra per potermi chiamare. Ora dice che ha bisogno di me. Poi, solo alla fine, mi racconta che poche ore prima di morire Pajarito Lernú mi ha regalato una mucca. È un animale malandato, dice. L’ha rubato al Negro Soto.

Prima, qui, c’era il capolinea dei treni. Dodici anni dopo, mentre il sole tramonta dietro il palazzo del Munich, ritorno in pullman alla stazione Nord. Innanzitutto, vedo una luce e una forma che s’impongono nell’aria come un ordine. Poi, in questa luce, percorro in fretta i due isolati fino alla casa del Vecchio. La luce delimita i palazzi amputati. E la forma geometrica nasconde una forza devastatrice. Esercita sul corpo una pressione simile a quella che subiscono, per esempio, i satelliti. La forza di attrazione dei pianeti. Proprio così: la cattura del paesaggio. Ora suono il campanello e aspetto. Si sente abbaiare un cane. E subito dopo una voce che calma il cane e gli ordina di andare in cortile. In cortile, dice. La voce del Vecchio senza l’amplificazione del telefono. È una voce dolce e piacevole. L’ultima volta che l’ho visto è stato due mesi fa, quando è venuto a Buenos Aires. Ora fatica un po’ ad aprire il portone di legno perché non riesce a sganciare la porta dallo stipite; dice che si è gonfiata. Quando mi abbraccia, facendomi scricchiolare le ossa, mi sussurra all’orecchio: Figlio mio.

Ci sediamo in cortile, all’ombra del noce. Il vecchio prepara i mate. E il cane, Rainer, inquieto, non smette di fissarmi. Parliamo di Hélène Bergson, della mostra che sta per inaugurare. E dico che la faccenda dei copioni sta andando male. Ora non contano più le trame, le situazioni, si costruiscono soltanto mitologie personali, colpi di scena, dico. Poi, dopo un silenzio, chiedo: Che cosa si sa. Il Vecchio, serio, regola il bollitore. E, quando mi passa il mate, borbotta seccato: Niente. Da quel momento, come per tacito accordo, nessuno tocca apertamente l’argomento Pajarito Lernú. O meglio, ci giriamo intorno, studiandoci a vicenda. Il Vecchio mi ha insegnato a non essere esplicito. Bisogna saper costruire i silenzi. È un buon modo per parlarsi, disse una volta. Gli chiedo allora di Josefina Argüello e del dolore alla schiena che lo tormenta la notte. Bene, dice. E con questo liquida i due argomenti. E tu? Quando te ne vai, mi chiede sviando il discorso. Sono appena arrivato, rispondo sorpreso. Lo so, dice, sai che mi fa piacere averti qui. Ora beve due mate fissando la parete bianca che confina con il Museo di Storia e quando la bombilla comincia ormai a gorgogliare dice qualcosa a proposito di alcuni libri che Córdoba tiene da parte per me. Poi decide che è ora, che dobbiamo uscire. Porta via il mate e il bollitore. Il cane si agita, tira la catena. Il Vecchio chiude il cancello del cortile, spegne le luci e usciamo dal portone di legno. Il cane abbaia. È quasi buio quando ci incamminiamo verso la zona della Glaxo. Dove andiamo, chiedo. A vedere l’animale, dice.

Tempo fa, alla tele, vidi dei frammenti di un documentario. E quelle immagini dissotterrarono – come un osso sepolto nella terra – una sensazione latente, rimuginata per anni e mai espressa fino a quel momento. Nei giorni seguenti sperai di trovare una replica di quelle scene. Volevo vedere l’intero racconto. C’era qualcosa, lì, nel tono e nel paesaggio, che mi chiamava in causa. Ma non ebbi fortuna. Da allora, ogni volta che guardo la televisione, spero di imbattermi di nuovo in quella storia. Non sono riuscito a scoprire il titolo del documentario. Doveva essere della fine degli anni Novanta. Perché si parlava di una guerra civile, Croazia per esempio. Insomma, ero di fronte a una manciata di immagini che mostravano un uomo, l’intervistato, e una telecamera che lo riprendeva mentre attraversava in auto la sua città natale. L’uomo viaggiava sul sedile posteriore, accanto al finestrino. La notte aumentava la deformazione del paesaggio: spuntavano edifici in rovina, forse a causa della guerra di cui parlavano. Poteva essere anche la Russia, qualche parte smembrata della vecchia Unione Sovietica. Ogni tanto cercavo di indovinare il nome e l’attività del tizio (un sopravvissuto?). E il luogo. Per un po’ pensai a una qualche città russa. A un certo punto l’auto si fermò a un incrocio. La telecamera inquadrò l’uomo mentre cercava di accendersi una sigaretta. Ci provò due volte. Si riparava con la mano per impedire che il vento gli spegnesse l’accendino. Ma non ce la faceva. Al terzo tentativo ci riuscì. E prima che l’auto ripartisse, per un attimo, sullo sfondo, apparve la sagoma di una mucca che pascolava tra le macerie di un edificio. Allora l’uomo, in movimento, con il ricordo della mucca negli occhi, dando una boccata di fumo, disse una cosa che lessi a caratteri bianchi e con la velocità dei sottotitoli ma che, nonostante la sua fugacità, s’impresse dentro di me come un marchio a fuoco: Ogni pezzo di muro di questa città si porta addosso, come una pelle, le tracce della mia storia.