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Testo a fronte: Daniel Krupa

Il Testo a fronte di oggi è dedicato allo scrittore argentino Daniel Krupa: pubblichiamo un estratto del romanzo breve Serpenti, pubblicato nel 2014 da Caravan edizioni, nella traduzione di Vincenzo Barca.

Serpientes
di Daniel Krupa

Vida y muerte del señor Guimarey

podría ser el título de la breve historia de la que Polonio se apropia a fin de expandir la paranoia que invade a uno de sus huéspedes. Según dice Polonio, Guimarey era un policía exonerado de la fuerza luego de que un sumario interno determinara su participación en el robo de la sucursal del Banco Nación de Posadas, en el que fueron baleados tres clientes, dos empleados y un guardia.Viudo a los cincuenta años, sin hijos ni hermanos ni tíos mayores, encerrado en un cuadro depresivo, Guimarey decidió regresar a Apóstoles con la idea de ocupar la casa abandonada que había sido de su madre y que nunca habían logrado alquilar.

Los primeros meses resultaron más complejos de lo que había sospechado Guimarey, quien nunca se había visto enfrentado a cuestiones emocionales. Antes, sus cavilaciones iban por otros cauces.

No fue fácil volver a la casa de su infancia. Nadie había vuelto a entrar desde que internaron a su madre más que para retirar algunos documentos. Por esa razón, la casona –ubicada al final de la avenida principal, en una de esas zonas periféricas que marcan el principio del campo– era un museo arqueológico de recuerdos personales que, reunidos en un mismo espacio, lograron despertar hasta la sensibilidad habitualmente desmayada de un policía de provincia.

Después de acostumbrarse a convivir con tantos detalles, Guimarey fue recuperándose, poco a poco. Que lo contrataran como sereno de noche en una fábrica de envasado y depósito de latas de palmitos primero y un par de meses más tarde como guardia de seguridad en un supermercado los fines de semana, fueron dos hechos que le permitieron olvidarse de algunas cosas de las que no le hacía bien acordarse. En esos dos trabajos charlaba con otra gente; podía ver televisión; leía el diario local. Ese mismo bienestar lo llevó a programar una salida de pesca al río Chimiray.

Fue en un día de franco en la empresa de envasado y depósito de palmitos. En un primer momento cotejó la posibilidad de ir acompañado. Lo intentó con colegas del trabajo. Uno le explicó que la pesca lo aburría y que en todo caso lo iba a pensar mejor si en el marco de la salida de pesca también podían hacer una escapada hasta el casino de Posadas. El otro fue más sincero todavía y le dijo que la mujer no lo dejaba estar mucho tiempo afuera de la casa porque tenía “antecedentes”; Guimarey no se animó a preguntarle si hablaba en serio o quería decirle otra cosa. Ante ese panorama, Guimarey decidió ir solo.

Y le fue bien. Dio con buenas piezas, que evisceró ahí mismo, a fin de que el calor del sol no se las pudriera. Era tan buena la jornada que hasta había pensado en hablar con los Szegalowsky, los únicos vecinos que tenían un freezer en funcionamiento, a fin de almacenar los mejores pescados. En esas cuestiones estaba perdido Guimarey, mientras hacía correr la punta del anzuelo a través de las entrañas de una mojarra con la que esperaba tentar todo lo que anduviera nadando debajo del agua.

Era una buena tarde hasta que minutos antes de deshacerse de la última porción de carnada que le quedaba, pasó a su lado un tronco a la deriva. El cansancio o el hambre le hicieron ver en ese trozo de madera podrido, casualmente envuelto en una bolsa arpillera deshilachada, el cuerpo de su madre.

Ensombrecido, devolvió al río todo lo que había pescado y regresó a su casa sin pensar en nada, caminando muy lentamente por la agitación que le provocaba la angustia del recuerdo, tomando cada tanto bocanadas de aire tibio, en un movimiento similar al que minutos atrás hacían, encorvándose, los bagres, las bogas y el doradito que había conseguido sacar.

Pasaron algunos días sin que ocurrieran grandes cosas en su vida. Por primera vez desde los veinte años pasó más de dos semanas sin afeitarse. Volvió a experimentar algo similar al entusiasmo cuando se le ocurrió la posibilidad de comprar su primer coche gracias a la venta de los fondos de la casona.

No sabía qué usos podía darle a un auto si a la despensa, al club en el que solía jugar a las cartas, a sus dos trabajos, iba siempre caminando. Lo concreto es que el auto fue lo único que había despertado su interés por aquellos días negros.

Vio tres modelos. Compró el segundo: un Sierra del año con techo corredizo y pasacasete. Lo usó tres veces. Después, lo abandonó durante varias semanas en aquel galpón sin puertas en el que guardaba todo lo que no les había vendido a los botelleros de la zona.

Una noche de tormenta, Guimarey se despertó con una fiebre atroz. Temblando, con fuertes dolores en la boca del estómago, entendió que podía estar intoxicado con esa carne que había comido en el club.

Con una típica lluvia torrencial de verano como fondo, se convenció de que la única forma de llegar al hospital era en el Sierra. Después de varios meses sin encenderlo, sin saber si quedaba algo de nafta, Guimarey se subió a su auto con bastante apuro: tenía miedo de que la supuesta intoxicación avanzara y empeorara el cuadro.

En mitad del camino, desierto a esa hora de la madrugada, paró a un costado para vomitar por la ventanilla; se sintió un poco mejor después de eso y hasta pensó en girar en “U” para volver a la casona y seguir durmiendo en su propia cama hasta el día siguiente. Lo pensó. Lo pensó bastante, pero estaba tan cerca del médico que prefirió seguir.

En el mismo trayecto, bajó la ventanilla dos veces para escupir la saliva amarga que le impregnaba la boca. En la segunda, cuando volvió a la posición normal de manejo, escuchó un sonido extraño a unos centímetros de su oreja derecha. Supuso que había algo suelto y no le prestó más atención: jamás se le hubiera ocurrido cotejar la posibilidad de que una constrictora de tamaño mediano –unos ciento cincuenta centímetros– estaba deslizándose desde los asientos de atrás del Sierra para buscar un lugar en los de adelante. Cuando Guimarey giró la cabeza y sus ojos nerviosos se encontraron con los ojos ciegos de la víbora, ni el volantazo ni el paro cardíaco tardaron en sucederse. El cuerpo del ex policía fue encontrado, intacto, a las primeras horas del día. La serpiente estaba enroscada entre los pedales del coche y las piernas rígidas de Guimarey.

En el campo, dicen, a los coches hay que guardarlos, siempre, sin excepción de ningún tipo, con las ventanillas bien cerradas.

Serpenti
traduzione di Vincenzo Barca

Vita e morte del signor Guimarey

potrebbe essere il titolo della breve storia di cui Polonio si appropria per ampliare la paranoia che invade uno dei suoi ospiti. A quel che dice Polonio, Guimarey era un poliziotto espulso dal corpo dopo che un’inchiesta interna aveva accertato la sua partecipazione alla rapina al Banco Nación di Posadas, durante la quale erano stati feriti tre clienti, due impiegati e una guardia.Rimasto vedovo a cinquant’anni, senza figli né fratelli né zii anziani, immerso in un quadro depressivo, Guimarey decise di far ritorno ad Apóstoles con l’idea di occupare la casa che era stata di sua madre e che non erano mai riusciti ad affittare.

I primi mesi risultarono più complessi di quanto avesse sospettato Guimarey, che non si era mai trovato ad affrontare questioni emotive. Le sue riflessioni, prima, andavano in tutt’altra direzione.

Non fu facile ritornare nella casa della sua infanzia. Non c’era più entrato nessuno da quando sua madre era stata ricoverata, se non per ritirare qualche documento. Per questo motivo la grande casa – situata in fondo al viale principale, in una di quelle zone periferiche che segnano il limite con la campagna – era un museo archeologico di ricordi personali che, raccolti in uno stesso spazio, riuscirono a risvegliare persino la sensibilità solitamente torpida di un poliziotto di provincia.

Ci mise un po’ ad abituarsi a vivere con tanti dettagli intorno, ma a poco a poco si rimise in sesto. Lo assunsero prima come guardiano notturno in una fabbrica di scatolette, nonché deposito, di cuori di palma e, un paio di mesi dopo, come addetto alla sicurezza in un supermercato nei fine settimana, il che gli permise di levarsi dalla testa certe cose che non gli faceva bene ricordare. In quei due lavori chiacchierava con altra gente; poteva guardare la televisione; leggeva il giornale locale. Fu quello stato di benessere a spingerlo a programmare una battuta di pesca sul fiume Chimiray.

Scelse un giorno libero della ditta di inscatolamento e conservazione di cuori di palma. In un primo momento vagliò l’ipotesi di andarci con qualcuno. Provò con alcuni colleghi di lavoro. Uno gli spiegò che la pesca lo annoiava e che comunque lo avrebbe invogliato di più se, durante la gita, avessero potuto fare una scappata al casinò di Posadas. Un altro fu ancora più sincero e gli disse che la moglie non gli permetteva di stare troppo a lungo fuori casa perché aveva dei ‘precedenti’; Guimarey non ebbe il coraggio di chiedergli se diceva sul serio o se intendeva qualcos’altro. Davanti a quello scenario, decise di andare da solo.

E gli andò bene. Prese dei bei pesci, che pulì sul posto, affinché il calore del sole non li rovinasse. La giornata era andata così bene che aveva persino pensato di parlare con i Szegalowsky, gli unici vicini che avevano un freezer in funzione, in modo da poter conservare i pesci migliori. Era immerso in questi pensieri, mentre faceva scorrere la punta dell’amo attraverso le viscere di una mojarra con cui sperava di attirare qualsiasi specie si trovasse sott’acqua.

Il pomeriggio scorreva perfettamente finché, pochi minuti prima di disfarsi delle ultime esche avanzate, gli passò accanto un tronco alla deriva. La stanchezza o la fame gli fecero vedere in quel pezzo di legno marcio, casualmente avvolto in un sacco di tela sfilacciato, il corpo di sua madre.

Incupito, restituì al fiume tutto quello che aveva pescato e ritornò a casa senza pensare a niente, camminando molto lentamente per l’agitazione che gli provocava l’angoscia del ricordo, inspirando ogni tanto una boccata d’aria tiepida, in un movimento simile a quello che, qualche minuto prima, avevano fatto, guizzando, i pesci-gatto, le boghe e il piccolo dorado che era riuscito a prendere.

Passarono alcuni giorni senza che nella sua vita succedessero grandi cose. Per la prima volta da quando aveva vent’anni passò più di due settimane senza radersi. Provò nuovamente qualcosa di simile all’entusiasmo quando gli capitò l’occasione di potersi comprare la prima macchina grazie alla vendita dei terreni dietro la casa.

Non sapeva che uso avrebbe potuto fare dell’auto dato che a fare la spesa, al circolo dove andava a giocare a carte e ai suoi due lavori ci andava sempre a piedi. Ma effettivamente la macchina era stata l’unica cosa a destare il suo interesse in quei giorni bui.

Vide tre modelli. Comprò il secondo; una Ford Sierra dell’87 con tettuccio apribile e mangianastri. La usò tre volte. Poi l’abbandonò in quel capanno senza porta in cui teneva tutto quello che non aveva venduto ai robivecchi della zona.

Una notte di tempesta, Guimarey si svegliò con una febbre violenta. Tremando, con forti dolori alla bocca dello stomaco, capì che poteva essersi intossicato con la carne che aveva mangiato al circolo.

Con una tipica pioggia torrenziale estiva come sfondo, si convinse che l’unico modo per arrivare all’ospedale era prendere la Sierra. Dopo vari mesi senza averla accesa, ignorando persino se c’era ancora benzina, Guimarey montò sull’auto con una certa preoccupazione: aveva paura che quell’ipotetica intossicazione progredisse e che il quadro peggiorasse.

A metà del percorso, deserto a quell’ora tarda, accostò da un lato per vomitare dal finestrino; dopodiché si sentì un po’ meglio e pensò addirittura di fare un’inversione a U e di tornare a casa per continuare a dormire nel suo letto fino all’indomani mattina. Ci pensò su. Ci pensò su parecchio, ma era così vicino al medico che preferì proseguire.

Lungo la strada abbassò il finestrino ancora due volte per sputare la saliva amara che gli impastava la bocca. La seconda volta, quando tornò alla posizione normale di guida, sentì un suono strano a qualche centimetro dal suo orecchio destro. Immaginò che si fosse staccato qualcosa e non ci fece più caso: non gli avrebbe mai sfiorato la mente la possibilità che un boa constrictor di medie dimensioni – circa un metro e mezzo – stava sgusciando dai sedili posteriori della Sierra per cercare un posto in quelli davanti. Quando Guimarey girò la testa e i suoi occhi nervosi incontrarono gli occhi ciechi della vipera, la sterzata violenta e l’infarto si susseguirono rapidamente. Il corpo dell’ex-poliziotto fu trovato, intatto, alle prime luci del giorno. Il serpente era attorcigliato tra i pedali dell’auto e le gambe rigide di Guimarey.

In campagna, dicono, le macchine bisogna sempre tenerle, senza eccezioni di nessun tipo, con i finestrini rigorosamente chiusi.