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Testo a fronte: Antonio Di Benedetto

redazione Antonio Di Benedetto, Racconti, SUR, Traduzione

Zama di Antonio Di Benedetto, romanzo fondamentale del Novecento argentino, sta per arrivare nelle librerie. Nel frattempo, per la rubrica Testo a fronte, vi proponiamo oggi un estratto di uno dei suoi migliori racconti. La traduzione è di Giuseppe Crupi.

«Caballo en el salitral»
di Antonio Di Benedetto 

El caballo se moja repentinamente los ijares y dispara. El ruido excesivo, ese ruido que no es del desierto, ahuyenta a los yaguarondíes, si bien eso no está en los alcances del carguero y él tira al médano.

La arena es blanda y blandas son las curvas de sus lomadas. Otra, de rectas precisas, es la sólida geometría del carro que se esfuerza por montarlas.

Sin embargo, en esa guerra de arena tiene un resuello el animal. Ofuscado y resoplante, tupidas las fosas nasales, no ha sondeado en largo rato en busca de alimento, pero el pie, como bola loca, ha dado con una mancha áspera de solupe. La cabeza, por fin, puede inclinarse por algo que no sea el cansancio. Los labios rastrean codiciosos hasta que dan con los tallos rígidos. Es como tragarse unos palos; no obstante, el estómago los recibe con rumores de bienvenida.

El ramillete de finas hojas del coirón se ampara en la reciedumbre del solupe y, para prolongar las horas mansas del desquite de tanta hambruna, el coirón comestible se enlaza más abajo con los tallos tiernos del telquí de las ramitas decumbentes.

El olor de una planta ha denunciado la otra, mas nada revela el agua, y el animal retorna, con otro día, hacia las “islas” de monte que suelen encofrarla.

Un bañado turbio, que no refleja la luz, un bañado decadente que morirá con tres soles, lo retiene como un querido corral.

Las islas y las isletas se pueblan de sedientos animales en tránsito; disminuye su población cuando unos se dañan a otros, sin llegar a vaciarse.

El caballo se perturba con la vecindad vocinglera y reñidora, aunque nadie, todavía, se ha metido con él. Un día guarda distancia, condenándose al sol del arenal; al otro se arriesga y puede roer la miseria de la corteza del retamo.

 

De las islas se suelta la liebre. Ahonda su refugio el cuí. El zorro prescinde de su odio a la luz solar y deja ver a campo abierto su cola ampulosa detrás del cuerpo pobrete. Únicamenta en el ramaje queda vida, la de los pájaros; pero ellos también se silencian: viene el puma, el bandido rapado, el taimado que parece chiquito adelante y crece en su tren trasero para ayudar el salto.

No busca el agua, no comerá conejos. Desde lejos ha oteado en descubierto el caballo sin hombre. Se adelanta en contra del viento.

A favor, en cambio, tiene el aire una yegua guacha, libre, que no conoció jamás montura ni arreo alguno. Acude a las islas, por agua.

La inesperada presencia del macho la hace relinchar de gozo y el caballo en las varas vuelca la cabeza como si pudiera ver, armando sólo un revuelo de moscas. En los últimos metros, la yegua presume con un trotecito y al final se exhibe, delante, cejada, con sus largas crines y su cuerpo sano.

En el caballo resucita el ansia carnal. Si ella postergó la sed, él puede superar la declinación física.

Se arrima, se arriman él y su carro. La hembra desconfía de ese desplazamiento monstruoso, no entiende cómo se mueve el carro cuando se mueve el macho. Corcovea, se escurre al acercamiento de las cabezas que él intenta, como un extraño y atávico parlamento previo.

Brinca ella, excitada y recelosa; se aturde por el ímpetu cálido que la recorre. Y aturdida, conmovida, descuidada, depone su guardia montaraz y rueda con un relincho de pánico al primer salto y el primer zarpazo del puma.

Como herido en sus carnes, como perseguido por la fiera que está sangrando a la hembra, el caballo enloquece en una disparada que es traqueteo penoso rumbo adentro del arenal.

 

Corta fue la arena para el terror. La uña pisa ya la ciénaga salitrosa. Es una adherencia, un arrastre que pareciera chuparlo hacia el fondo del suelo. Tiene que salir, pero sale a la planicie blanca, apenas de cuando en cuando moteada por la arenilla.

Gana fuerzas para otro empujoncito mascando vidriera, la hija solitaria del salitral, una hoja como de papel que envuelve el tallo alto de dos metros igual que si apañara un bastón.

Más adelante persigue los olores. Huele con avidez. Capta algo en el aire y se empeña tras de esto, con su paso de enfermo, hasta que lo pierde y se pierde.

Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso, jugoso, de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto. Masca, huele y gira para alcanzar lo que imagina que masca. Está oliendo el pienso de su carro, persiguiendo enfebrecido lo que carga detrás. Ronda una ronda mortal. El carro hace huella, se atasca y ya no puede, el caballejo, salir adelante. Tira, saca pecho y patina. Su última vida se gasta.

Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al otro día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia atrás, las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el aire. Por allá, entretanto, acude con su oscura vestimenta el jote, el que no come solo.

 

Un septiembre

Lavado está el carro, lavados los huesos, más que de lluvia, por las emanaciones corrosivas y purificadoras del salitre.

Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio pelado.

Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras.

Con ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste.

Sin embargo, la palomita del fresco plumaje pardo comprende que no podrá llegar con su carga de madre. Se le revela, abajo, en medio de la tensa aridez del salitral, el carro que puede ser apoyo y refugio. Hace dos círculos en el aire, para descender. Zurea, para advertir al palomo que no la sigue. Pero el macho no se detiene y la familia se deshace.

No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la semilla, la cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos.

«Il cavallo nel salnitro»
traduzione di Giuseppe Crupi 

Il cavallo si bagna velocemente i fianchi e scappa via. Il rumore eccessivo, rumore che non appartiene al deserto, mette in fuga i puma, sebbene tutto questo non sia avvertito dal cavallo che trascina il carro sul terreno arido.

La sabbia è soffice e soffici sono le curve delle sue dune. Altra, di rette precise, è la geometria del carro che si sforza di oltrepassarle.

Tuttavia, in questa guerra di sabbia l’animale respira in modo affannoso. Offuscato e sbuffante, le fosse nasali otturate, non ha cercato in giro il cibo, ma la zampa, come una palla impazzita, ha calpestato una macchia aspra di solupe. La testa, alla fine, si inclina per qualcosa che non è stanchezza. Le labbra cercano giudiziose fino a quando non trovano gli steli rigidi. È come ingoiare dei pali; tuttavia, lo stomaco li accoglie con rumori di benvenuto.

Il mazzolino di foglie delicate del coirón è protetto dalla robustezza del solupe e, come per prolungare le ore quiete della rivincita sulla fame, il coirón commestibile è intrecciato in basso con gli steli teneri del telquí dai rami coricati.

L’odore di una pianta denuncia la presenza di un’altra, più nulla rivela l’acqua, e l’animale ritorna, dopo un altro giorno, verso le “isole” di bosco che la trattengono.

Un terreno paludoso torbido, che non riflette la luce del sole, un terreno paludoso che morirà fra tre giorni, lo trattiene come un recinto.

Le isole e le isolette si popolano di animali assetati in transito; gli animali sono meno numerosi quando si attaccano fra di loro, senza arrivare a scomparire del tutto.

Il cavallo si inquieta per la vicinanza chiassosa e litigiosa, anche se nessuno, ancora, lo molesta. Un giorno mantiene la distanza, condannandosi al sole della sabbia; l’altro si fa coraggio e riesce a rosicchiare la miserabile corteccia di una ginestra.

 

Dalle isole si slancia la lepre. Scava il suo rifugio il cuí. La volpe dimentica il suo odio per la luce del sole e lascia che si veda la sua coda ampollosa dietro il suo corpo smagrito. Soltanto tra i rami c’è vita, quella degli uccelli; ma anche loro se ne stanno in silenzio: arriva infatti il puma, il bandito rapace, l’astuto che sembra piccolo davanti ma cresce nella parte posteriore per procurarsi il balzo.

Non cerca acqua, non mangerà conigli. Da lontano ha osservato allo scoperto il cavallo senza uomo. Si avvicina contro vento.

A favore, al contrario, ha il vento una puledra orfana, libera, che non ha mai conosciuto una sella né finimento alcuno. Viene alle isole, in cerca d’acqua.

La insperata presenza del maschio la fa nitrire di gola e il cavallo tra le stanghe volta la testa come se potesse vederla, scatenando soltanto un volo di mosche. Negli ultimi metri, la puledra fa sfoggio di un piccolo trotto e alla fine si mostra, davanti, rinculando, con la sua lunga criniera e il suo corpo sano.

Nel cavallo si fa strada la bramosia carnale. Se la puledra ha rimandato la sete, lui può superare il declino fisico.

Si avvicina, si avvicina lui e il suo carro. La femmina diffida di questo spostamento mostruoso, non comprende come faccia a muoversi il carro quando si muove il maschio. Si ingobbisce, schiva l’avvicinamento delle teste che lui cerca, come uno strano e atavico dialogo preliminare.

Saltella, eccitata e diffidente; stordita dall’impeto caldo che la percorre. E stordita, commossa, distratta, dimentica la sua vigilanza selvatica e ruota con un nitrito di panico al primo salto e alle prime graffiate del puma.

Come ferito nelle sue carni, come azzannato dalla fiera che sta facendo sanguinare la femmina, il cavallo impazzisce in una corsa che è solo un penoso scalpiccio all’interno del terreno sabbioso.

 

Piccola è l’arena per il suo terrore. Lo zoccolo pesta il pantano salnitroso. È un’aderenza, un trascinamento che sembra succhiarlo verso il fondo del terreno. Deve uscirne, ed esce nel piano bianco, appena di tanto in tanto punteggiato dalla sabbia.

Guadagna un po’ di forza per un’altra spinta masticando vidrieda, la figlia solitaria del salnitro, una foglia come di carta che avvolge lo stelo alto due metri come se coprisse un bastone.

Più avanti insegue altri odori. Annusa con avidità. Capta qualcosa nell’aria e si ostina ad andargli dietro, con il suo passo da malato, fino a che non lo perde e si perde.

Adesso insegue l’odore dell’erba, di erba pastosa, succosa, erba di corral. Arieggia e mastica il freno come se masticasse erba. Mastica, odora e cerca di raggiungere quello che immagina di masticare. Sta fiutando il foraggio del suo carro, inseguendo febbrile quello che trasporta. Fa un giro mortale. Il carro crea solchi, si impantana e già non può, il cavallo, più proseguire. Spinge, cammina tutto impettito e scivola. I suoi ultimi istanti di vita vengono sprecati.

È così secco, così magro, che dopo, qualche giorno dopo, già non pesa nulla, e il peso del foraggio trascina il carro all’indietro, le stanghe puntano verso il cielo e il corpo vinto rimane sospeso nell’aria. Di là, intanto, accorre con il suo vestito scuro l’avvoltoio, che non mangia solo.

 

Un settembre

Il carro è lavato, lavate le ossa, più che dalla pioggia, dalle esalazioni corrosive e purificatrici del salnitro.

Le ossa sono una devastazione, caduti e dispersi, persa la gabbia toracica. Ma nella punta di una stanga è trattenuto il cuoio della cavezza dei finimenti, trasformatasi in una borsa che accoglie, bocca in avanti, il largo cranio mezzo pelato.

Sopra la devastazione continua la vita, alla ricerca della sicurezza della sopravvivenza: uno stormo di parrocchetti celesti, quasi azzurri i maschi, di un bianco appena bagnato di cielo le femmine.

Con loro, una coppia di colombacci emigra dalla siccità. Già scoprono, dall’alto, l’eccitante fioritura del chañar brea, che ampiamente tinge di giallo le montagne dell’ovest.

Tuttavia, la femmina dal fresco piumaggio bruno sa che non potrà arrivare con il suo fardello di madre. Le si rivela, in basso, in mezzo alla tesa aridità del salnitro, il carro che può servirle da appoggio e rifugio. Compie due giri nell’aria, per scendere. Tuba, per avvertire il suo compagno che non la segue. Ma il maschio non si ferma e la famiglia di divide.

Non importa, perché la madre ha trovato un nido già pronto dove deporre le uova. Come una mano ripiegata, per ricevere acqua o semi, la testa del cavallo cieco accoglie nel fondo la dolcissima colomba. Dopo, quando le uova si schiuderanno, diventerà una cassa di trilli.

 

 

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