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Testo a fronte: Daniel Guebel

redazione Scrittura, SUR, Traduzione

Questa settimana il nostro Testo a fronte è dedicato all’autore argentino Daniel Guebel: pubblichiamo un estratto dal romanzo Carrera e Fracassi, edito da La Linea e tradotto da Mariana Califano. Buona lettura!

Carrera y Fracassi
di Daniel Guebel

Carrera estaba tan seguro de haber dado con la clave del éxito que su creencia hizo un tajo en la realidad: por un tiempo no volverían a pasar hambre. Es posible que en sus raids de colocación de la mercadería robada los favoreciera un poco el efecto que producía la figura melancólica del parapléjico. Vestido como para un acto escolar, la cabeza erguida (ya no se le caía para el costado), Fracassi se mostraba ajeno a la evolución de la venta callejera; pero en el momento preciso, ese momento fatal en que su amigo parecía a punto de pincharse como un globo, lo ayudaba de manera sutil, con toda la autoridad que emanaba de su pasado. Alcanzaba con que pestañeara un poco para que su gesto se leyera como una certificación de las bondades del producto.La elevación de la curva de venta se hizo notar. Carrera apostó a un mejoramiento del capital de trabajo: cambió cubiertas y llantas del rastrojero y compró una loneta con revestimiento de aluminio antirreflex, que puso sobre la caja del vehículo para que la intemperie no hiciera saltar el enlozado de los electrodomésticos. En los días de sol, y en la ruta, el rastrojero se veía venir desde lejos como un demorado bólido brillante. Una vez generada la ilusión de una prosperidad infinita, Carrera decidió que había empezado la época de darse los gustos. Compró ropa nueva para él y para Fracassi (cuyo ancho de cintura se había reducido un par de talles). Cenaban en restaurantes de varios cubiertos. En las farmacias entraba empujando sin pudor la silla de ruedas y gritaba pidiendo los pañales. ¡Cuánto más fácil era vivir si uno era como había sido Cacho! Por las noches entornaba los postigos de la habitación de hotel y practicaba ante el espejo. Se preparaba a conciencia, como un atleta.Entre pueblo y pueblo, entre venta y venta, Carrera se había hecho la costumbre de parar en los recreos para almorzar; los elegía apartados de la ruta, más bien precarios, con piso de tierra y sillas destartaladas, al borde de la extinción. Sus favoritos eran aquellos resguardados por una parra y en los que la comida pasaba piando entre las mesas; si cerca había la promesa de algún arroyito o alguna acequia, mejor. Después de comer le ajustaba el gorro a Cacho y lo sacaba a pasear. Hacían como un cortejo epiléptico, repechaban los vaivenes del camino y paraban en cualquier parte, se quedaban mirando las nubes, las ubres de una vaca, la casita de un hornero sobre un poste de teléfono, las alas de un colibrí. Cuando estaba completamente seguro de que no había nadie en un kilómetro a la redonda, Carrera empezaba a hablarle bajito a Fracassi, estrenando los ajustes de su tono de voz cada vez menos discernible del modelo original; quería la aprobación de su amigo más que cualquier otra cosa. Su ilusión (o su temor) era que Cacho, sin saber que lo emulaba, creyera que él estaba desarrollando una nueva personalidad.Pero Cacho ni parpadeaba. Apenas parecía recuperar una chispa de interés vital cuando Carrera lo volvía a meter en la camioneta. Ahí, el parapléjico se ocupaba de pegar y despegar de su antebrazo izquierdo las etiquetas de control de calidad; las que arrancaba, las iba tirando al viento de la ruta, dejando pistas de la huida como miguitas en un bosque encantado o como señas últimas, los restos de humanidad que le quedaban después de la hecatombe cerebral.El período de mayor venta de la mercadería robada coincidió con el descubrimiento mimético de Carrera, pero también, cosa que éste no atinó a relacionar, con que su recorrido se circunscribía a lo que el Departamento de Extensión Comercial de ElectroSumb/Plus había denominado la “zona de platino” de la actividad comercial. Después, cuando al libre impulso del rastrojero pasaron la frontera y fueron atravesando las gradaciones de valor, la cosa empezó a ponerse más difícil. Carrera atribuyó el descenso a fluctuaciones en la mística de la conversión. Se había confiado demasiado. “A Cacho esto no le pasaría”, se alentaba rencorosamente. Al principio de la curva descendente —en las zonas de oro y plata— se desafiaba a sí mismo a vender cada día por lo menos lo mismo que el anterior. Pero ya no lo conseguía. La inercia del viaje los arrastraba hacia zonas peores (bronce, cobre, hierro, lata, chapa, alambre…) y Carrera, en vez de pensar y aceptar que el milagro había tenido patas cortas, buscó reforzar su técnica de venta intentando parecerse físicamente al Fracassi que guardaba o falsificaba su recuerdo. Trató de volverse grandote, grosero, dicharachero, confianzudo, refranero y campechano. Se dejó crecer un bigote fino, compró camisas ajustadas al cuerpo, comía para ganar volumen, se bañaba con los perfumes fuertes que habían sido la locura de Cacho, se compró una cadena de oro con dedos haciendo cuernitos contra el mal de ojo, y como la cadena le colgaba a pleno pecho de camisa abierta, decidió que, por ser menos velludo que Fracassi, tenía que disimular la carencia pintándose pelos con carbonilla. Un día, después de haberse esforzado como nunca y no haber vendido nada, se dio cuenta: la copia destiñe, no así el original.

Carrera e Fracassi
traduzione di Mariana Califano

Carrera era così sicuro di aver trovato la chiave del successo che la sua convinzione fece breccia nella realtà: per qualche tempo non avrebbero sofferto la fame. Era possibile che nelle loro incursioni per piazzare la merce rubata venissero agevolati un po’ dall’effetto che causava la presenza malinconica del paraplegico. Vestito come assistesse a una cerimonia scolastica, la testa in posizione eretta (ormai non gli ciondolava più), Fracassi si mostrava estraneo allo sviluppo della vendita per strada, ma in quell’attimo preciso, in quel momento fatale in cui l’amico sembrava sul punto di sgonfiarsi come un palloncino, lo aiutava in modo sottile, con tutta l’autorità che emanava dal suo passato. Bastava che lui sbattesse un po’ le ciglia perché il gesto venisse letto come certificazione di qualità del prodotto.L’impennata della curva delle vendite fu notevole. Carrera investì nel miglioramento del capitale: cambiò cerchioni e pneumatici al furgoncino e acquistò una nuova tela di olona rivestita in alluminio antiriflesso, che mise sul cassone del pick-up affinché gli agenti climatici non rovinassero lo smalto degli elettrodomestici. Nelle giornate di sole, sulla provinciale, il camioncino si scorgeva da lontano, come un bolide lucente al rallentatore. Una volta creata l’illusione di una prosperità infinita, Carrera decise fosse arrivato il momento di togliersi qualche sfizio. Comprò vestiti nuovi per lui e per Fracassi (la cui taglia si era ridotta di un paio di numeri). Cenavano in ristoranti di livello migliore. Entrava in farmacia spingendo la sedia a rotelle senza pudore e chiedeva urlando i pannoloni. Quanto era più semplice la vita se la si viveva come aveva fatto Cacho! Di notte, accostava le persiane della stanza d’albergo e si allenava davanti allo specchio. Si esercitava a dovere, come un atleta.Tra un paese e l’altro, vendita dopo vendita, Carrera prese l’abitudine di fare tappa nelle aree di sosta per pranzare; le sceglieva lontane dalla strada, abbastanza malandate, con il suolo in terra battuta e le sedie sgangherate, al limite del disfacimento. Le sue preferite erano quelle col pergolato abbracciato dalla vite, nelle quali il cibo passeggiava starnazzando tra i tavoli; se si trovavano vicino a un ruscello o un canale, ancora meglio. Dopo pranzo sistemava il cappello a Cacho e lo portava a passeggio. Erano come un corteo epilettico, affrontavano le inclinazioni del terreno e sostavano ovunque, fermandosi a guardare le nuvole, le mammelle di una mucca, il nido di un fornaio su un palo del telefono, le ali di un colibrì. Quando era del tutto certo che non ci fosse nessuno nel raggio di un chilometro, Carrera cominciava a parlare sottovoce a Fracassi, tarando gli aggiustamenti nell’intonazione della voce, sempre meno discernibili dal modello originale; anelava l’approvazione dell’amico più di ogni altra cosa. L’illusione (o il timore) era che Cacho, senza sapere di essere emulato, pensasse che lui stesse sviluppando una nuova personalità.Ma Cacho non batteva ciglio. Sembrava recuperare una scintilla di interesse vitale solo quando Carrera tornava a sistemarlo sul furgoncino. Lì, il paraplegico si occupava di incollare e scollare dal suo avambraccio sinistro le etichette del controllo di qualità; quelle che staccava, le andava gettando al vento sulla provinciale, lasciando indizi della loro fuga come briciole nel bosco incantato o come ultimi segnali, i residui d’umanità che gli erano rimasti dopo l’ecatombe cerebrale.Il picco delle vendite di merce rubata coincise con la scoperta mimetica di Carrera ma, benché lui non riuscisse a fare il collegamento, quella tappa del suo percorso corrispondeva anche a quella che il Dipartimento Espansione Commerciale dell’ElectroSumb/Plus aveva denominato la “zona di platino” dell’attività commerciale. Quando, seguendo il libero impulso del furgoncino, superarono il confine, attraversando tutte le sfumature della scala commerciale, le cose cominciarono a mettersi male. Carrera attribuì il calo a fluttuazioni nella mistica della conversione. Si era fidato troppo. A Cacho questo non succederebbe, si incoraggiava con rancore. All’inizio della curva discendente – nelle zone oro e argento – si impose una sfida: vendere ogni giorno almeno la stessa quantità del giorno precedente. Ma non ci riusciva. L’inerzia del viaggio li trascinò verso le zone peggiori (bronzo, rame, ferro, latta, lamiera, fil di ferro…) e Carrera, invece di riflettere e accettare il fatto che il miracolo non potesse durare per sempre, cercò di rafforzare la sua tecnica di vendita assomigliando fisicamente al Fracassi che conservava o travisava nella sua memoria. Provò a diventare grosso, volgare, spiritoso, informale, proverbiale, disinvolto. Si fece crescere baffetti sottili, acquistò camicie aderenti, mangiava per aumentare di volume, si faceva il bagno nelle fragranze forti che erano state le preferite di Cacho, comprò una catenina d’oro con una mano con le dita a corna contro il malocchio e, visto che la catenina gli pendeva sul petto perché portava la camicia sbottonata, decise che essendo meno villoso di Fracassi avrebbe dovuto mascherare quella mancanza disegnando i peli con la carbonella. Un giorno, dopo essersi sforzato come mai prima senza essere riuscito a vendere nulla, si rese conto della verità: il falso sbiadisce, l’originale no.

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